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¿Os habéis preguntado alguna vez quién seríais si dejaseis de ser vosotros?

Estoy segura de que alguien más alto, más guapo y más instagramer exitoso. Pero, dejando a un lado la broma, seguro que nadie querría dejar de ser él mismo a causa de un accidente cerebro-vascular o un ictus.

Porque ese cambio de personalidad y de vida es el que sufren muchas personas que han sufrido ictus a lo largo de su vida y sus familias y cuidadores.Y nunca ese cambio es a mejor.

Los pacientes con ictus ven alterada su personalidad, su ritmo de vida, muchas veces dejan de trabajar por las secuelas, no encuentran apoyo administrativo y están expuestas a periplos interminables con las aseguradoras y la administración pública.

Además, suelen necesitar un cuidador, en muchos casos, disponible 24 horas por su nivel de dependencia, ya que dejan de ser autónomos, para las rutinas cotidianas, como el aseo, el vestido, la alimentación, la comunicación o el traslado. ¿te imaginas? Yo no.

Esto supone que en muchas familias, dejen de entrar sueldos, necesarios para afrontar los gastos del día a día, y el gasto generado de las atenciones especiales que necesita el afectado. Por que a veces parece la que la terapia es un lujo. Y no, no lo es.

Y esto, en el caso de ictus adulto, con sus afecciones y con sus dificultades.

¿Pero y si el ictus es infantil? La historia se complica igualmente, añadiendo el poco acceso a profesionales especializados en daño cerebral adquirido infantil y la difícil cobertura por la burocratización de la patología cerebro-vascular (en otros casos de atención temprana pasa igual, pero eso lo comentaremos en otros blogs)

El pequeño afectado de ictus, que pierde funciones o la capacidad para adquirirlas, se ve obligado a abandonar el centro escolar ya que la mayoría de estos no está preparado ni en recursos humanos ni logísticos, para dar cabida a sus necesidades medicas y educativas. Para mi esto es una victimización secundaria del menor afectado de ictus (repito, no solo en esta patología, pero nos remitimos a ella en exclusiva por el tema del blog actual).

Permitidme una reflexión rápida e improvisada. Cuando la patología interfiere tanto, tantísimo, en una vida en desarrollo, en una vida desarrollada y en su entorno familiar, como para condenar en vida a prácticamente todos los miembros de una unidad familiar, a veces no solo nuclear, si no extensa (abuelos, tíos, etc), algo estamos haciendo mal como sociedad. Cuando un padre deja de trabajar para tener que cuidar del hijo afectado, o un miembro de la pareja deja de trabajar para cuidar del otro miembro, y apenas reciben una pensión compensatoria (si la reciben), cuando no obtienen la conciliación familiar o la reciben de mala gana y posterior a miles de trámites burocráticos, cuando solicitar la ayuda por dependencia es imposible y si se concede es tarde mal y nunca, cuando el acceso a los centros terapéuticos es inviable por las listas de espera, o por los traslados, o porque debes costearte uno privado para tener un mínimo de atención especializada, cuando los hermanos/hijos de los afectados sacrifican tiempo de ocio y de calidad familiar para acompañar al afectado en sus largas jornadas terapéuticas sin recibir un apoyo de respiro familiar subvencionado…

…cuando todo esto sucede, es que algo estamos haciendo mal.

Cuando la rehabilitación y la conciliación familiar no son una prioridad en la gestión, es que hemos perdido una batalla como sociedad.

Confío en que, paso a paso, vayamos avanzando en la consecución de hitos importantes en la atención terapéutica y de respiro familiar que, no solo  facilite la vida al afectado de ictus si  no también a todo su entorno familiar.

Confío en todos esos profesionales que día a día luchamos al lado de esas familias, sosteniendo y reforzando sus fuerzas para conseguir avanzar pequeños pasos día a día.

Ojala y este blog os cambie, no la vida debido al ictus, si no la visión de las consecuencias devastadoras que tiene sobre el individuo, pequeño o grande. Y aprendamos a ponernos en sus zapatos.

Sandra Martínez

Neuropsicóloga

Sandra Martínez

Neuropsicóloga