Introducción
Imagina que tu cerebro es como una gran ciudad con carreteras, semáforos y autopistas. A veces, todo fluye con normalidad; otras, hay atascos, calles cerradas o desvíos inesperados. Ahora, si quisieras mejorar la circulación en esa ciudad, ¿qué harías primero?
Exacto: un mapa detallado. No tendría sentido cambiar semáforos al azar sin saber dónde está el problema. Pues bien, eso es lo que hacemos los neuropsicólogos cuando realizamos una evaluación completa: creamos un mapa del cerebro y de su funcionamiento para entender qué está pasando realmente y cómo podemos ayudar de la mejor manera posible.
Si alguna vez te has preguntado «¿Por qué me cuesta tanto concentrarme?», «¿Por qué me siento triste sin motivo?» o «¿Por qué mi hijo se comporta de esta manera?«, este artículo es para ti. Vamos a hablar de por qué una valoración integral puede marcar la diferencia y de cómo, a veces, lo que creemos que es un problema cognitivo o emocional es en realidad algo más complejo.
Más que una radiografía del cerebro: entendiendo a la persona completa
Muchas personas piensan que una evaluación neuropsicológica solo sirve para detectar problemas de aprendizaje o diagnosticar TDAH. Pero en realidad, va mucho más allá.
Una valoración completa no solo analiza cómo funciona el cerebro en términos de memoria, atención o funciones ejecutivas, sino que también explora aspectos emocionales, conductuales y sociales. Porque, a ver, seamos sinceros: nadie es solo un conjunto de números en un test de memoria.
- Para un adulto, esto significa poder descubrir si su dificultad para concentrarse es realmente un TDAH o si tiene que ver con el estrés, la ansiedad o el estado de ánimo.
- Para un niño, significa entender qué hay detrás de su comportamiento: ¿es una dificultad cognitiva, una inseguridad emocional o simplemente una etapa de su desarrollo?
Lo importante es que no tratamos síntomas sueltos, sino que buscamos entender a la persona como un todo.
Cuando la mente “se nos hace bola”: la importancia de explorar todas las áreas
A veces creemos que el problema está en un sitio cuando en realidad está en otro. Nuestro cerebro y nuestras emociones están conectados, así que es fácil confundir los síntomas.
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Caso 1: “Creo que tengo TDAH”
Muchas personas adultas llegan a consulta convencidas de que tienen TDAH porque les cuesta mantener la atención. Pero cuando exploramos más a fondo, nos damos cuenta de que en realidad su concentración ha cambiado debido a la ansiedad, el estrés o incluso la falta de sueño. En estos casos, lo que necesitan no es un tratamiento para el TDAH, sino herramientas para gestionar mejor sus emociones o su entorno.
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Caso 2: “Mi hijo es muy despistado, seguro que tiene un problema de aprendizaje”
Los niños, a diferencia de los adultos, no siempre pueden explicar lo que sienten. A veces, un niño que se distrae mucho en clase no tiene un problema cognitivo, sino que está abrumado emocionalmente, tiene una situación complicada en casa o simplemente no se siente motivado en el colegio.
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Caso 3: “Me siento raro emocionalmente, pero no sé por qué”
No siempre hay una razón clara para sentirse mal. Hay personas que tienen una vida estable, un buen trabajo, relaciones satisfactorias… y, aun así, se sienten apagadas. En estos casos, una evaluación emocional y conductual puede ayudar a encontrar el origen del problema y plantear soluciones concretas.
Moraleja de la historia: No demos nada por hecho. Antes de buscar una etiqueta para lo que nos pasa, hagamos una evaluación completa que nos ayude a ver el cuadro completo.
¿Y los niños? Cuando no pueden explicar lo que sienten
Los adultos, al menos, podemos decir “Me siento ansioso” o “Últimamente estoy perdiendo la motivación”. Pero los niños no siempre tienen las palabras para expresar lo que les pasa.
- A veces lo manifiestan con cambios en el comportamiento: dejan de jugar, se frustran fácilmente, tienen rabietas más intensas o se aíslan.
- Otras veces, con síntomas físicos: dolor de tripa antes de ir al colegio, cansancio constante o alteraciones en el sueño.
- Y en algunos casos, simplemente parecen distraídos o “en otro mundo”, cuando en realidad están lidiando con algo que no saben cómo explicar.
Es aquí donde los psicólogos especializados en infancia usamos técnicas de evaluación indirectas y proyectivas. No le pedimos a un niño de 6 años que nos explique su ansiedad con palabras complicadas, sino que observamos su juego, sus dibujos, sus respuestas a ciertos estímulos. Así podemos descubrir qué le está afectando y ayudarlo antes de que el problema se haga más grande.
¿Y si el problema no es neuropsicológico? La importancia de valorar el lenguaje y la comunicación
A veces el problema no está en la atención ni en la memoria, sino en la manera en que procesamos y expresamos la información. Por eso, en algunos casos, la valoración logopédica es clave.
- Si un niño tiene dificultades para hablar, pronunciar o comprender el lenguaje, esto puede afectar su rendimiento escolar y su autoestima.
- En adultos, problemas en la respiración, la deglución o la voz pueden estar interfiriendo en su calidad de vida sin que se den cuenta.
Si hay una sospecha de que el problema tiene que ver con el lenguaje o la comunicación, una evaluación específica en logopedia puede marcar la diferencia.
Conclusión: Ver el cuadro completo antes de intentar encajar las piezas
A veces, intentamos resolver un problema sin ver la imagen completa. Queremos encontrar respuestas rápidas, pero sin una evaluación integral, podemos perder detalles clave.
Cada persona es un mundo, y su cerebro también.
Por eso, antes de asumir que lo que nos pasa (o lo que le pasa a nuestro hijo) tiene una única explicación, vale la pena hacer un análisis más profundo.
Y ahora, te dejo con una pregunta para reflexionar:
Si pudieras tener un mapa de cómo funciona tu mente, tus emociones y tu forma de afrontar la vida, ¿qué te gustaría descubrir sobre ti?
Tal vez las respuestas que buscas están más cerca de lo que imaginas. Sabemos Ayudarte.
Inés Babío Sandra Martínez
Psicóloga Y Logopeda Neuropsicóloga