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A lo largo de los años, la ciencia ha ido avanzando a pasos de gigante. Más rápido de lo que el cerebro o cuerpo humano pueden adaptarse evolutivamente. Esto provoca en ocasiones, que se normalicen procesos que antes (hace 40-50 años) eran prácticamente inimaginables.

Uno de ellos es la viabilidad del feto prematuro.

Hoy en día tenemos en neonatos, recién nacidos de 500 gramos y la viabilidad extra útero de estos pequeños supervivientes se establece a partir de las 24 semanas de gestación, por regla general.

Los estudios hablan de la difícil gestión a la que se enfrentan estos pequeños guerreros, no siendo raro que fallezcan en los días posteriores al nacimiento a causa de problemas respiratorios, infecciosos, cardiovasculares y en ocasiones, que no sepamos ni siquiera la causa del fallecimiento.

Pero, por suerte, hay grandes supervivientes entre estos pequeños y la mortalidad estudiada a 2-5 años de su nacimiento no es estadísticamente diferente a la de sus congéneres no prematuros.

A veces, también, salir antes de tiempo del útero materno tiene consecuencias negativas, como accidentes cerebrovasculares, hipoxias, muertes súbitas y trastornos del neurodesarrollo.

Hasta aquí la parte evidente y científicamente innegable.

Pero lo que realmente queremos visibilizar es la calidad de vida y dureza a la que se enfrenta la familia de un neonato prematuro.

El primer lance es cuando se adelantan todas las expectativas de nacimiento y parto y se desencadena un nivel de estrés y gestión de la crisis que pone a prueba la fortaleza de voluntad y corazón de los futuros papás.

En ese proceso, se desencadenan una serie de emociones que pasan desde el miedo a la sorpresa, de la inquietud a la esperanza y de la tristeza a la alegría; acabando casi todos en un proceso de duelo, más o menos corto y más o menos duro dependiendo del desenlace final.

La incertidumbre acompaña todo este proceso, que no acaba en la mesa de operaciones o la sala de partos, si no que se prolonga a noches alejadas del bebé, en vela en la habitación de un hospital o en tu casa, lejos de lo imaginado como un parto idílico rodeado de la familia y con un bebé fuerte y sano de más de dos kilos y medio de peso, entre sus brazos.

Cuando todo sale como debería, el pequeño abandona la UCIN (Unidad de Cuidados Intensivos Neonatal) en brazos de sus doloridos pero ilusionados padres, de camino a casa. En el mejor de los casos, el proceso de prematuridad no ha dejado una huella física en el pequeñín. Al menos no visible durante los primeros días o meses de evolución. Durante esos meses posteriores al alta hospitalaria se encuentran en un proceso cargado de idas y venidas al hospital, procesos infecciosos continuos y de repetición, ingresos por problemas respiratorios, en algunos casos comienzan a vislumbrarse síntomas físicos que nos podrían conducir a un diagnóstico de parálisis cerebral, en otros casos, observamos problemas sensoriales, en su mayoría auditivos o visuales, en algunos otros comienzan a surgir problemas de integración sensorial, que dificulta la adaptación del bebé a su nueva familia y entorno, por no hablar de los problemas de alimentación debido a la inmadurez del reflejo de succión y la falta de fuerza del neonato que acaban con la posibilidad de una alimentación materna además de los problemas digestivos que surgen derivados igualmente de esa precoz edad madurativa.

A lo largo de este proceso, surgen dudas, miedo, vacíos legales y burocráticos, seguimiento de profesionales que acompañan el desarrollo, entradas y salidas de las escuelas infantiles -más salidas que entradas debido a la gran cantidad de infecciones que sufren dada su inmadurez inmune, y contando con que esta entrada a la escolarización es impensable antes del año de edad (corregida), sí, porque los prematuros se corrigen la edad desde que nacen, como las estrellas del cine.

Una vez pasado el primer y durísimo año de prematuridad, comienzan los devaneos escolares y de adaptación, nuestro pequeño, hasta ahora criado en una burbuja, debe comenzar a normalizar y equiparar su desarrollo al de sus iguales. Es, en este proceso, cuando se marcan más significativamente las posibles consecuencias a nivel de neurodesarrollo: dificultades de aprendizaje, trastornos del espectro autista, trastornos del lenguaje y comunicación, retrasos cognitivos, etc.

Éstos se hacen más visibles a medida que evoluciona el pequeño y se aleja de la curva de la normalidad, por lo que empieza el segundo periplo familiar, “en busca del diagnóstico perdido”.

Y volvemos a empezar.

Pero lo mejor, es que hay muchos, muchos casos, cada vez más, que tienen un final feliz.

Un final en el que las secuelas postprematuridad son cada vez menores e insignificantes.

Y estos casos lo son, en su mayoría, gracias a la atención recibida en centros hospitalarios multidisciplinares, con UCIN especializadas, con logopedas, terapeutas ocupacionales y fisioterapeutas en las UCIN, con apoyo psicológico familiar para los padres nada más dar a luz a su esperado y precoz bebé, con espacios para llevar a cabo el método canguro o piel con piel para facilitar el apego emocional del pequeño y sus papás, con espacios en los que se respete y se acompañe la lactancia natural, la alimentación artificial con leche materna, y con un seguimiento fuera del hospital que proporcione un control neuropsicológico, físico, emocional y normoevolutivo adaptado a cada familia.

En estos casos, bienvenida ciencia, bienvenidos profesionales y bienvenido bebé y familia precoz.

Sandra Martínez

Neuropsicóloga

Sandra Martínez

Neuropsicóloga

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