Cada emoción que surge en nosotros podría asemejarse a personas que hemos conocido. Tienen una forma de ser, aparecen en ciertos contextos y situaciones, algunas nos gustan mucho y otras no podemos ni verlas.
Es sorprendente la cantidad de personas que no hemos aprendido a reconocerlas y dejarlas ser, a escucharlas y aprender a tomar decisiones después. Son varias generaciones las que no tienen nociones sobre lo emocional y que para colmo se han declarado en guerra con ellas. Si estás triste, no llores que no es para tanto. Si estás enfadado, qué mal genio tienes y que poco valoras las cosas… ¡con lo que yo he hecho por ti! Si te sientes culpable, ¡es que es tu culpa! es que mira lo que has hecho… Y si estás feliz, bueno… pero tampoco te pases que siempre hay algo que puedes mejorar.
La cuestión es que por mucho que nos caigan mejor o peor, las emociones están en nuestra vida lo queramos o no y por eso os invito a hacer un ejercicio de reconciliación y compasión con ellas. Trataré de no seguir el discurso de llevar el positivismo y la felicidad por bandera porque, sí, hay emociones que son muy desagradables. Y no todas nos tienen que parecer buenas. Lo que sí os quiero transmitir es que todas aparecen para cumplir una función y nos permiten adaptarnos. Todas y cada una de ellas, por muy incómodas que puedan ser, están sirviendo para que consigamos llegar a un sitio en el que nos sintamos menos mal. Y digo menos mal porque no siempre se llega al nirvana por saber regularlas y transitarlas, pero sí puedo asegurar que el lugar al que nos dirigen nos acerca a nosotros, a conectar con nuestro valor personal.
A veces pienso que nos creemos dioses tratando de controlar lo incontrolable cuando el agotamiento emocional nos hace humanos, cuando en realidad podemos sentir malestar al sentirnos tranquilos. Tenemos la maravillosa capacidad de que nuestro cuerpo se exprese a través de las emociones dándonos información para decirnos lo que necesitamos. Sin embargo, nos convertimos en personas incapaces de sostener sensaciones desagradables cuando nosotros mismos o incluso otras personas exteriorizan emociones “negativas”.
La consecuencia de ello suele ser quitarle importancia a lo que sentimos o a lo que siente el otro, o darle algún consejo para sacarle rápido al malestar. ¿Y la alternativa a esto cuál es? Saber que nada de lo que demos como solución la tendrá realmente y que, quizás, la respuesta ante ello es “simplemente” acompañar(nos).
Inés Babío
Psicóloga y Logopeda